13 de febrero de 2007

Esos meteroritos

Una brasa. Ardiendo en el medio de mí pecho. Estoy tirado sobre la vereda de la esquina de Santa Fe y Callao. Mucha gente me rodea y me mira muy de cerca. No me tocan, nadie me toca.

Yo iba caminando tranquilamente como un apurado mas de esta ciudad cuando algo me golpeo en la cabeza y caí. Aparecí mirando el día boca arriba, desde la altura de un perro pequeño. Intenté levantarme y fue en ese momento que sentí este peso. Sobre mi tetilla izquierda había una brasa ardiendo.

No siento el dolor típico pero de todas maneras “veo” como me estoy quemando. La brasa va horadándome lentamente. La gente mira pero no hace nada. Alguien tendría que ponerse un guante de amianto, pienso yo, pero nadie circula por esa zona con guantes de amianto.

La braza lanza destellos azules como de la combustión de algún gas interno, mío o de ella. Chisporrotea de vez en cuando, me parece que es cuando atraviesa alguna capa de grasa, mía seguramente.

Yo no me puedo mover. Y no me muevo.

El público reunido a mí alrededor se mueve cada vez menos, alguno que recién llega, otro que se va, estará llegando tarde al laburo, como yo.

Sin sobresaltos noto que la multitud se va abriendo y dos hombres caminan hacia mí a través del pasillo que la gente va dejando. Están hablando y mirándome la brasa señalan y opinan.

-Te digo que es lo mejor, mi abuelo lo hacia así y mira.

-Si, tenes razón creo que es la única manera.

Se me ponen uno de cada lado y comienzan a carraspear fuerte, buscando y rebuscando en su interior. Esto dura varios minutos hasta que juntos dejan caer toda la saliva que pudieron juntar y que fue mucha, sobre la brasa que ya casi me atravesaba.

Antes que la brasa se apagara estos dos se pierden en la muchedumbre.

-Te dije.

-Tenías razón. ¿Compraste los clavos para madera?

-Si.

La gente que se había amontonado sigue su camino. Yo también.

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