1 de marzo de 2007

Una noche mas enamorado que nunca

Estoy sereno y cercano.

Mi barco esta unido a tus velas.

Tu mano guia.

Tu corazón decide.

Confio en tus manos, mujer.

Mi corazón te ama.

Te deseo claridad.

Me propongo seguirte.

No hay mas.

Silencio que mi tumba espera.

Quietud de este viaje programado.

Punta del ovillo, aguja de la trama.

No desando, solo muero, solo muero.

No sos vos, soy yo

La demora exacta del minuto de gracia.

La respuesta equivocada.

Lo no dicho.

El amanecer que no llega.

El día que querríamos olvidar.

La noche que no termina nunca.

Las manos que no alcanzan.

El adiós que no se da.

Hasta que se da.

La temida.

La tan esquivada.

La inquietante soledad.

Ahora vive conmigo.

Y siempre volví a los lugares

Y volví a los lugares donde la infancia se quedó, a las noches abrazado a Geno tratando de entender, porque la felicidad parecía escaparse de los ojos de todos a medida que iba creciendo, intentando comprender porque lo que hasta ayer era recibido como una gracia de pronto tenia como respuesta el desapruebo de los grandes, despoblando mi hasta ahora vida vivida de la complicidad de los demás, de sus risas y de sus besos.

Los recuerdos que aparecen son los olores, las piernas de Geno, su falda, el aroma de su pelo, de su cama, el vaho de su tristeza oculta en la sonrisa donde desaparecía todo lo malo que la vida podía ofrecer. Sigue en su hermano Felipe y sus brazos de panadero, en su aliento a vino de mesa, a queso, a fiesta de picada de salame y jamón crudo, de rodajas de pan fresco sobre el mantel de hule. Era olor de domingo si salíamos de la casa y recorríamos la distancia enorme hasta el almacén del arenque noruego, del queso para rallar y el carbón para los asados. Era domingo si llegábamos hasta la esquina y estaba la plaza de poco pasto y arena húmeda, la fuente de cemento con la estatua de hierro con una mujer inexplicablemente desnuda con el pez sobre los hombros echando agua siempre en un chorrito sobre la superficie verde como la mujer, como mis ojos, como los coches de la calesita, como las hélices pulidas de los aviones de recorrer la plaza entera con su olor a domingo, a azúcar quemada, a pochoclo, a la mano apretada de Geno llevándome hasta el ombú de ramas como brazos que te llevaban a lo mas alto para su miedo, que te bajes de ahí, que te podes caer, que la vida es mas vida cuando estoy haciendo algo que no debo, que me emociona que me reclames y me lleves de la mano hasta el tobogán enorme, que me acerques a la estatua de yeso y me desespere por tocarle las tetas duras cuando no miras, cuando creo que nadie mira.

El mono

El mono se escapó de su jaula. Algo dejó la puerta abierta. Se escapó de las siete de la tarde. De las ocho de la noche. De la puerta abierta se escapó.

No hace falta mirar demasiado cuando una jaula esta vacía, pero igual te busqué confundido entre la tierra fresca del piso o debajo de una cáscara de banana. Recorrí huequitos entre los ladrillos. Casitas de hojas. Rincones como pelusas del ombligo. Me sobresalté inventándote detrás del tarro con agua. Bajo la sombra del paltero. Escapando de mi mirada escondido tras la rama.

Es cierto, no te encontré completamente en ninguno de esos lugares, pero estabas en cierto modo, en cierta forma de huellas, de señales, de rastros hacia la puerta. Hacia la puerta fatalmente abierta, naturalmente, abierta.

Desde tu jaula había todo un patio donde buscarte, con un gomero crecido en siglos con montones de décadas para quedarte. Y las enredaderas, los abajos, algunos adentros, todo los afueras. El rincón con las cajas de las basuras amontonadas. Los costados, los pliegues. Y sobre el patio todavía te quedaba el cielo con sus mil puertas hacia toda la manzana repleta de puertas hacia la ciudad...y todas, todas estaban abiertas.

Los diez minutos mirando por todos lados y la conciencia de que cuanto mas te buscara mas lugares donde no encontrarte surgirían, me sentaron en la escalera y me dejaron ahí sentado.

Decí que Gerardo no se sentó. Decí! Decilo!, que él con infinita paciencia fue cerrando las entradas del gomero, de cada uno de los rincones, de los pliegues. Sin sentarse olió tus huellas por las paredes y se trepó al cielo del patio mientras murmuraba:

-Por ahí no, por acá tampoco.

Que aquella pared era muy alta y que por esa no podías pasar. Murmurando de esa forma llegó hasta la calle y se detuvo, los autos, los camiones, la gente lo asustaron, te asustarían: no saltarías ni cruzarías, se repitió mientras cerraba las cuatro paredes de la manzana.

Salimos uno para cada lado tocando timbres, preguntando vecinos, siguiendo los ojos de "vi un mono, un mono."

-Se lo habrán comido los gatos.

-Fue para lo del frutero, lo del frutero.

-Lo vieron por la avenida, pibe.

-Avenida, pibe.

Mientras caminaba hacia la avenida donde Gerardo alzaba los brazos y las gentes se reían, miraban hacia los balcones, hacia las cornisas.

Cuando llegué hasta Gerardo él ya lo había visto, me agarraba del hombro mientras te miraba. Me quedé parado al lado. Levanté la cabeza desde las baldosas hasta las rodillas de los que me rodeaban y hablaban entre sí. La seguí levantando por sobre las cinturas y los pechos agitados, las barbillas estiradas hacia arriba. Los gestos de sorpresa.

Pescadería "La Rana".

Balconcito de malvones.

Cornisita llovida de hollín.

Tu pie.

Tu pie llovidito de miedo y tu panza arriba-abajo. Tus manos asustadas y la cabecita girando aterrorizado. Yo era uno mas ahí abajo con la cabeza estirada hostilizándote, pero en realidad era el único que te conocía de antes, que te quería para devolverte a tu penumbra de patio y también de jaula, sí, pero penumbra grande y tranquila llena de rutina de frutas y agüita, semillas de girasol, mono, mono bonito.

A todo esto Alicia sentada intranquila en los escalones de la casa, con la taza caliente de te y haciendo de ancla, de mástil, de faro para que tuviéramos un lugar donde volver después de la aventura. Desde su pelo rubio, desde sus trenzas. Aclará que a todo esto ella era el ancla.

Del otro lado con el mono. Los ojos desorbitados. Dale pibe, dale que lo tenes, la gente mala. Mala de la mano, sudando. Mala que lo agarras. Del cuellito, pibe, y vos arrinconado. Arrinconado al lado de la baranda mirándome. Mirándome sabiendo que yo sabía. Que no iba a poder, que con toda la gente ahí abajo vos no ibas a dejarte. Antes nos iba a recorrer toda la manzana, desde los tejados a las sonrisas calientes, los brazos en jarra. Antes los raspones, las escaleras de ropa sucia, cada terraza de lavarropas viejo, de brea, de asfalto. Antes cada azotea con su mástil y su blasón flameando desde una lata oxidándose a fulgor y brillo, a paso de lluvia y olvido.

Hace tanto calor.

Pero antes los zaguanes oscurecidos del hotel, los gritos, las puteadas, la propiedad privada de que. Que no podes entrar, verso lo del mono, vos queres robar, verso para la gente mala dueña de su sector, patrona de su piecita, tirana de pasillo, juez inapelable de puertas y pantuflas. La misma gente arrugada y desposeída, negada por si misma a cotidiano esmero, irguiéndose en la circunstancia de la piedra para quitar la mano.

Pero siempre dentro del tumulto hay alguna mirada sin preguntas. Un gesto que se te arrima. Alguien que te corre la cortina hasta la ventana que da a la cornisa por la que llego hasta el techo del mercado a las ocho cerrando con los pisos barridos y mojados, las últimas huellas húmedas, pasando cadenas, cerrando candados.

Mientras vos detenido jugas a mirarme desde el techo de chapas, la gente, no pibe que e´de cinc, no vaya ser y vos sabiendo que no, moviendo la cabeza o girando como distraído, sabiendo que yo sabia, paseando cornisita como si a esta altura ya no hubiera vació, el sudor de mi espalda me quemaba y me congelaba, el sudor de tu espalda aceitándote en un arco tenso.

El gesto era muy simple, un escalón la muñeca, otro escalón el codo, manijita de mi pelo y vos trepadote hasta mi hombro, si estábamos tan cerca, pero yo sabia que el paso por mas lento ya era inútil, que a ultimo momento no te iba a agarrar, que vos no ibas a dejarte y que estaba bien así.