1 de marzo de 2007

Y siempre volví a los lugares

Y volví a los lugares donde la infancia se quedó, a las noches abrazado a Geno tratando de entender, porque la felicidad parecía escaparse de los ojos de todos a medida que iba creciendo, intentando comprender porque lo que hasta ayer era recibido como una gracia de pronto tenia como respuesta el desapruebo de los grandes, despoblando mi hasta ahora vida vivida de la complicidad de los demás, de sus risas y de sus besos.

Los recuerdos que aparecen son los olores, las piernas de Geno, su falda, el aroma de su pelo, de su cama, el vaho de su tristeza oculta en la sonrisa donde desaparecía todo lo malo que la vida podía ofrecer. Sigue en su hermano Felipe y sus brazos de panadero, en su aliento a vino de mesa, a queso, a fiesta de picada de salame y jamón crudo, de rodajas de pan fresco sobre el mantel de hule. Era olor de domingo si salíamos de la casa y recorríamos la distancia enorme hasta el almacén del arenque noruego, del queso para rallar y el carbón para los asados. Era domingo si llegábamos hasta la esquina y estaba la plaza de poco pasto y arena húmeda, la fuente de cemento con la estatua de hierro con una mujer inexplicablemente desnuda con el pez sobre los hombros echando agua siempre en un chorrito sobre la superficie verde como la mujer, como mis ojos, como los coches de la calesita, como las hélices pulidas de los aviones de recorrer la plaza entera con su olor a domingo, a azúcar quemada, a pochoclo, a la mano apretada de Geno llevándome hasta el ombú de ramas como brazos que te llevaban a lo mas alto para su miedo, que te bajes de ahí, que te podes caer, que la vida es mas vida cuando estoy haciendo algo que no debo, que me emociona que me reclames y me lleves de la mano hasta el tobogán enorme, que me acerques a la estatua de yeso y me desespere por tocarle las tetas duras cuando no miras, cuando creo que nadie mira.

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