24 de marzo de 2005

Tropiezos


Cuando llegaron más bien parecían niños pequeños jugando con armas de grandes. En seguida nos daríamos cuenta de que no eran niños y probablemente nunca lo hubieran sido. Llegaron desde el sur vestidos de paisano. Traían buena ropa pero estaban sucios y cansados.

Lo primero que usaron fue el teléfono. El siguiente paso fue encerrar a todas las mujeres del pueblo. Al principio, antes de violarlas les pedían permiso y según se confesarían entre algunas de ellas en baños y peluquerías, a pesar de la violencia obvia y del susto, rompieron la monotonía. Era excitante y nuevo, no lo pasaban del todo mal.

Mientras estuvieron se turnaron en las camas, en el piso, en la mesa, en el baño y en los pasillos. En algún lugar siempre había alguno durmiendo, comiendo, hablando por teléfono o violándose a la nena.

Mataban todos los animales que teníamos pero sólo se comían las patas y los lomos. El resto lo salábamos a las apuradas y todavía hoy nos quedan algunos trozos. Mientras comían nuestra carne y tomaban nuestro vino hablaban de la patria, del honor, de fines superiores, exigían ser reconocidos como la casta alta del pueblo y teníamos que invitarlos a bautismos y casamientos. Habían decretado tener derecho de pernada y lo usaban con quien fuera.
Un día sonó el teléfono y se les cambió la cara, arreglaron sus petates y se fueron, sin decir palabra, con algunos excesos de último momento, pero se fueron, igual que un día habían llegado.

Fue la diferencia de contextura física y de armas lo que nos había disuadido de intentar nada. De todas maneras todo sucedió tan rápido que sólo nos dimos cuenta de lo que habíamos pasado cuando comenzaron a llegar juglares desde otras tierras a relatar lo mismo que hubiéramos podido cantar nosotros. Pero nosotros no cantábamos, sólo podíamos escuchar aterrados las historias tratando de creer que estaban exagerando.

Fue en ese momento cuando comenzamos a notar que éramos muchos menos. Como no nos dejaban movernos de nuestras casas mientras ellos estaban, siempre pensamos que José había quedado encerrado en lo de Moran, Jonás estaría con sus ovejas y Martín en la taberna.

Pero Martín y Jonás estaban desollados en el granero. De los demás nunca encontramos ningún resto. Debimos sospechar que algo así estaba pasando...pero no lo hicimos. Nos pareció que quedarnos quietos sería lo mejor.
Desde que se fueron hasta ahora no han vuelto. Mi hija tuvo un hijo de doce cabezas y la abuela los extraña. La casa, las calles, la plaza, la iglesia, todo el pueblo esta lleno de huesos. Tratamos de no pisarlos porque a pesar de que buscamos y rebuscamos nunca pudimos encontrar todos los cuerpos de los nuestros, y creemos que tal vez puedan estar mezclados entre las montañas de huesos. Hay comisiones buscando tumbas y cárceles que aún siguen ocultas. Algunos de nosotros pensamos que tal vez lo mejor sea olvidar.

Desde que se fueron dejándonos en este osario la vida fue retomando lentamente su ritmo habitual. Sólo hay un detalle que no hemos podido superar: Nos tropezamos. Los pies se nos traban en cualquier obstáculo. Con tantos huesos, claro, pero aunque pongamos cuidado y vayamos limpiando y ordenando, nos tropezamos, no llegamos a caernos, pero nos tropezamos todos, todo el tiempo.

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